El anuncio del evangelio, por parte de aquellos que llevan las marcas de Jesús, trae la promesa de la vida eterna, ligada al llamado de la conversión, a la vida en el amor, la verdad y la libertad. ¿Quién es el heredero de esta promesa? Jesús lo tiene claro, aquel que pone en práctica el precepto del amor: «Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo». (ver Lucas 10, 25-37). Nada de ello se excluye. «El mandamiento está a tu alcance: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo» (ver Deuteronomio 30, 10-14). No basta rendir culto al Señor y buscar el bien propio, hay que ser misericordiosos (servirse y amarse unos a otros).
Esto último no satisface a muchos (representados en el sacerdote y el levita), porque implica renuncia y sacrificio, de ahí la pregunta que hace el doctor de la Ley: «¿Y quién es mi prójimo?». Jesús no dio una lista de personas ni una receta, respondió con una parábola. El Buen samaritano, un hombre con la fuerza de la misericordia, que no reparó en quién es su prójimo, sino que se hizo prójimo de uno casi muerto, superando las limitaciones de los prejuicios, del egoísmo y de la autocomplacencia; no fue indiferente, sintió compasión, atendió cada herida y se aseguró de que recuperara su salud y su dignidad: «Encárgate de cuidarlo, y si gastas más, yo te lo pagaré al regreso».
Debemos hacer lo mismo: llegar, ver y atender a muchas personas que necesitan ayuda. La Iglesia es el hospital de todos los cansados y agobiados, un hogar donde se recupera la vida mediante la reconciliación, el perdón, la solidaridad, el cuidado mutuo. Así como crece un hueco en la tierra cuanto más se excava, el corazón humano crece en cuanto ama más, de él brotan obras ─que son amores, no buenas razones─, a semejanza del Buen Samaritano, cuyo amor afectivo y efectivo restableció «la paz por la sangre de la cruz, tanto entre las criaturas de la tierra como en las del cielo» (ver Colosenses 1, 15-20). Amén.
José A. Matamoros G. Pbro.
Párroco
PÍLDORA LITÚRGICA 3: EL SALUDO EN LA MISA
El sacerdote, extendiendo las manos saluda al Pueblo: "El Señor esté con ustedes...". La finalidad del saludo es anunciar a la Asamblea congregada la presencia del Señor, Uno y Trino. Al terminar el canto de entrada, el sacerdote y toda la comunidad hacen el gesto de señal de la Cruz, unida a la fórmula "en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". El gesto de la señal de la cruz recuerda que el sacrificio de Cristo es la fuente de toda santificación. La fórmula es un acto de fe en la Trinidad y nos recuerda el Bautismo. Luego el sacerdote y los fieles se intercambian un saludo, un diálogo. El saludo manifiesta el misterio de la Presencia de Dios entre los que nos reunimos en su nombre.