El señor Jesús recoge la complejidad de nuestra condición humana en una de las más conmovedoras y recordadas parábolas que nos ha enseñado). Por una parte, saca a la luz el egoísmo y la envidia que habitan dentro del corazón humano, mostrando la conducta de los hijos: 1. exigir su parte de la herencia para desperdiciarla y consumirla en gastos inútiles, sin medida ni razón; 2. indignarse porque al otro se le ha perdonado lo “imperdonable” y negarse a entrar a la fiesta. Por otra parte, muestra la grandeza del corazón de un padre de familia que se conmueve y sale al encuentro, tanto del hijo perdido que retorna al hogar, como del hijo irritado que no comprende la misericordia y se niega a la comunión.
Este relato hace parte de la respuesta de Jesús a sus enemigos, que lo condenan por recibir a pecadores y comer con ellos; se trata de tres parábolas (la oveja perdida, la moneda perdida y la que nos ocupa hoy) cuyo final coincide en el gozo y la alegría por haber recuperado aquello que estaba perdido (Ver Lc 15). Su contenido nos compromete y difícilmente podemos permanecer ajenos y no identificarnos con su desenlace, sus personajes y sus actitudes.
¿Qué podemos aprender a través de esta parábola tan rica en acciones y signos? 1. Dios le concedió al ser humano la capacidad de recapacitar y arrepentirse del pecado, aunque tenga que mediar el sufrimiento, como el hijo menor que recapacitó solo cuando sintió hambre y tocó fondo. 2. Si bien el egoísmo y la envidia habitan en el corazón humano ─como consecuencia del pecado─, el Señor nos recuerda que nos creó a su imagen, por eso quiere que seamos misericordiosos como Él. 3. «Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo» y aguarda por nosotros con los brazos abiertos para rescatar nuestra dignidad de hijos (traje, anillo, sandalias, fiesta) y mantenernos en su presencia. ¿Y a usted, qué le enseña el Señor? Amén.
José A. Matamoros G. Pbro.
Párroco